lunes, 23 de diciembre de 2013

Corre, pequeño, corre. (Explorando otros géneros)



         Aquella tarde fui al parque para relajarme unas horas y quitar de mi mente el estrés del trabajo. Me senté bajo la sombra de uno de los numerosos árboles que se encontraban a un lado del camino, muy cerca del lugar en que suelen jugar los niños.

         Me gusta escuchar el sonido de la risa de los pequeños, me recuerda a aquellos tiempos en que la vida se veía más fácil, me recuerda a la inocencia que nosotros, al crecer, perdimos, aquella inocencia e ingenuidad que nos permitían tenderle la manos a todo aquel que la necesitase, ignorando la constante competencia que significa la vida.

         por esas horas no había mucho movimiento por el parque, había visto apena unas diez u once personas transitar por el camino en el transcurso de las últimas horas, nada que llamara realmente la atención, pues por esos días estaba comenzando a refrescar. Tampoco habían niños, sólo veía a uno u otro caminando de la mano de su madre, probablemente rumbo a su hogar, acortando a través del parque.
        
         La tranquilidad había reinado en el ambiente desde hacía bastante tiempo y yo estaba demasiado relajado como para querer irme. Repentinamente un sonido rompió el silencio e invadió el ambiente: pasos, correteos y, finalmente, una figura, un niño, corriendo hacia su lugar de recreo. Sonreí al ver la inocencia en el rostro del pequeño y su risa aguda y sincera.

         Observé por un rato al pequeño juguetear mientras me extrañaba por la aparente ausencia de su madre o padre. Él jugaba sólo en esos juegos infantiles como si estuviera rodeado por un millón de niños, reía y gritaba tanto que hasta a mí me lograba hacer reír. Cuando noté que su madre aún no había hecho acto de presencia, me acerqué un poco más para cuidar de él, siempre manteniendo una distancia prudente por si ella llegaba a aparecer.
        
         El tiempo pasó con sigilo y el sol ya se iba a lo lejos, mas el pequeño no reparaba en ello y continuaba jugando sin parar. Yo recordaba a través de esa imagen mi infancia, libre y feliz, y por eso es que en realidad no me importaba seguir cuidando de él por el tiempo que fuera necesario.

         La oscuridad se impuso entre los árboles y el único espacio iluminado eran los juegos en que el pequeño jugaba sin prestar atención al entorno. Las estrellas salieron para cubrir la noche y poco a poco pude comenzar a ver entre las sombras y escuchar entre el silencio tras las risas.

         Escuché el movimiento y el crujir de algunas ramas del otro lado de la pequeña plaza en que el muchachito tanto se divertía y noté que no estábamos en completa soledad, era un sonido demasiado fuerte para ser de los pequeños animales y poco fluido para ser de las aves. Me paré y forcé la vista para ver quien anda ahí. Y lo que noté fue una silueta, humana, alta, pero aún muy oscura para poder ver su rostro.

         La silueta avanzó con lentitud entre las ramas hasta llegar al borde del espacio de juegos, sin dejar ver más que una figura negra, casi indistinguible de la oscuridad misma. Fuese lo que fuese, o quien fuese aquel, sólo se quedó parado, observando el jugar del niñito por algunos minutos.
        
         Pero un escalofrío cruzó mi espalda y una sensación de terror absoluto golpeó mi cuerpo, no, aquello no podía ser ni ligeramente bueno, lo sabía. Comencé a susurrar "Corre, corre, ¿Qué esperas?" y de a poco pude subir la voz hasta que un grito salió proyectado de mi garganta: "¡Corre, pequeño, corre!".

         Y el niño detuvo su juego para mirarme algo asustado, luego volteó y se encontró con la figura entre las sombras del otro lado.
        
         Sin demoras el pequeño comenzó a caminar lentamente, como en trance, hasta aquel ser. Al encontrarse en su cercanía, éste le tendió la mano y el pequeño la tomó con cautela, yo intenté gritar, pero no podía. Ellos comenzaron a adentrarse en el bosque y yo intenté seguirlos, pero mi cuerpo no respondía; antes de desaparecer completamente el pequeño niño me miró con sus ojos vidriosos, temerosos, como pidiendo ayuda.

         Finalmente mi cuerpo se repuso, pero ellos ya habían desaparecido, indistinguibles entre las sombras. Intenté correr en su encuentro, mas, internado en la oscuridad, mirando desesperadamente hacia todas direcciones, correteando sin rumbo, jamás logré hallarlos.

         Esa noche no logré dormir, aunque creí que había sido un sueño, y a la mañana siguiente me tomé el día en el trabajo para poder ir al parque. Allí el alboroto era total: Policías en todos lado y una mujer llorando cerca de los juegos; definitivamente lo mío no había sido un sueño y sabía que si hablaba no me creerían, así que seguí caminando.


         De cuando en cuando regreso al parque y me siento bajo el mismo árbol, a veces escucho la risa del niño a lo lejos, a veces veo su silueta jugando y recuerdo sus ojos llorosos al alejarse temeroso y me culpo por no haberlo ayudado, pero una cosa es segura: Al caer la noche, fundido con las sombras, aún se encuentra ese ser oculto, riéndose de mí a lo lejos. Y las veces que he decidido correr para cazarle, tan sólo desaparece, fundiéndose con la noche, obligándome a escuchar el llanto y los lamentos del pequeño al que no pude salvar.

Rafael D'Heredia

sábado, 21 de diciembre de 2013

La ceremonia del atardecer

        
          Las olas golpeaban suavemente el borde costero, el cantar de las aves envolvía el aire y la dulce brisa del atardecer acariciaba dulcemente nuestros rostros. Caminábamos descalzos, sintiendo la arena bajo nuestros pies, yo de su mano así como ella de la mía. De cuando en cuando nos mirábamos a los ojos y sonreíamos sin jamás decir una palabra, acercábamos nuestros labios a tal distancia que podíamos sentir toda la intensidad de la respiración del otro, pero sin tocarnos, llenos de deseo, resistiendo la pasión.
        
         El amor nos embriagaba y soñábamos despiertos sobre nuestro fuego eterno, compartíamos el sueño aún sin con certeza saberlo, aquel sueño en que corríamos libres bajo la sombra de los bosques que en nuestras mentes nos rodeaban y jugueteábamos como niños inocentes, reíamos y gritábamos a los vientos sin preocupaciones y al cansarnos íbamos a los claros a arrojarnos con soltura en la tierra para fundirnos en abrazos y caricias llenos de amores increíbles y verdaderos.
        
         Y al salir de los sueños ya subíamos la colina interminable al borde del océano, su corazón se aceleraba y el mío lo seguía sin tardanzas, el momento estaba cerca, aquel que con tanto anhelo habíamos esperado y con tanto cuidado y cariño habíamos preparado.
        
         Ella me guiaba y mis pies no se cansaban de seguirla, nuestras respiraciones se agitaban, las sonrisas brotaban sin querer y las primeras estrellas comenzaban a aparecer en el firmamento mientras el cielo se enrojecía de la misma manera que nuestros rostros hicieron al conocernos: Ella tan perfecta y yo tan común, mas, compadecida su alma de la mía, no me arrancó las ilusiones y decidió quererme sin restricciones.
        
         El ascenso acabó tan repentino como inició y por las mejillas de ambos corrieron incesantes lágrimas de emoción. Nos abrazamos en silencio hasta que la oscuridad se acercó lo suficiente y en el momento preciso yo saqué una vela, encendiéndola y finalmente colocándola en el borde del precipicio.
        
         Comenzamos a bailar vals al ritmo de las olas golpeando contra lo hondo del abismo, uno, dos, tres, cuatro, uno dos, tres, cuatro, uno, dos, tres, cuatro; ligero, natural, perfecto, hasta que el sol se ocultó. Entonces nos abrazamos sobre la vela y lanzamos nuestras argollas al mar sin temor.
        
         Me miró a los ojos y yo miré a los suyos, azules y cristalinos. "Ni la tormenta, ni la oscuridad, ni los hombres, ni Dios mismo nos separarán" gritó a los vientos dulce y decidida mientras continuaba mirándome, "Que Dios mismo sea nuestro único testigo" grite yo sin titubear, "Que el amor mismo nos guíe", gritamos al unísono. Nos besamos con la más ardiente de las pasiones y sin pensar ni temer dejamos que nuestros cuerpos se debilitaran. Y cuando el último rayo de sol desapareció en lo lejano del horizonte, nuestras almas, unidas en aquel cálido beso infinito, huyeron al silencio eterno, más allá de los hombres y de los cielos, junto a su luz agonizante.


Rafael D'Heredia

Un tesoro atemporal

             En algún momento un simple jardín conectado a una iglesia, hoy parece un lugar detenido en el tiempo, un lugar equivocado en posición, el silencio mismo en medio de la ciudad. Todo evoluciona, todo se transforma, todo se moderniza, excepto este último bastión de vegetación y reflexión en medio de un mar de tortuosa locura y decepción.
       
        La lluvia cayó esta noche, lo siento en las hojas de la naturaleza viva que habita entre los pilares muertos de un templo humilde y anciano, puedo sentir en las ramas de los árboles centenarios una nostalgia normalmente imperceptible, porque ese es un espíritu distinto al de Santiago... ¿Dónde estoy?, ¿Es éste el lugar en el que estaba hace unos minutos?, ¿Por qué este lugar está lleno de recuerdos?, ¿Por qué el trinar de los pájaros me es tan ajeno?... Este es quizá el último patrimonio del espacio natural que abundaba en las penumbras de la historia de la capital.
       
        El tiempo se precipita, todo continúa su andar, menos este mundo aislado, que duerme, descansa, anhelando un bello pasado, que la ciudad, esclavizada por el ajetreo y el ruido, parece ya haber olvidado.

Rafael D'Heredia

Los bailes de un loco

           Las nubes cubren el cielo nocturno, el silencio inunda las calles y todo lo que se escucha es el dulce crepitar de las gotas de lluvia contra las ventanas. La oscuridad se alza sobre cada rincón del inmueble y todas las sombras se funden en un mar de espectral quietud.
        
         Me dirijo al cuarto al final del pasillo, tal como hago a principios de cada invierno, cuando el ambiente comienza a helar. Coloco suavemente mi mano sobre el picaporte y lentamente lo empujo hasta que cede en su totalidad... La puerta se abre.
        
         La luz de mi vela permite ver el desolado panorama: las elegantes cortinas de seda se convirtieron en harapos, los muebles de madera se deshacen a causa de la humedad y en medio de la habitación se encuentra tu cama corroída por el paso del tiempo, sin haber sido tocada desde aquella vez hace ya tantos años... ¿Por qué partiste?... ¿Por qué me dejaste y...?
        
         ¡Ahí está!, ¡lo puedo sentir!, la muerte ha invadido mi morada. Resuena en cada cuarto y cada pared, veo su sombra en cada ventana, ¡Creo que he visto su extraña silueta en la puerta!
        
         La muerte quiere jugar un juego, y ha logrado tentarme a escapar. Siento que me acorrala y me vigila, ¡está ahí!, ¡En aquella esquina!, ¡En aquel cuadro!. Su sonido mudo no se calla y su figura invisible no desaparece...
        
         Corro, corro por los pasillos lúgubres del inmueble, en cada salón vuelvo a morir, y en cada salón vuelvo a vivir, en cada puerta río, y en cada puerta lloro, bailo un seductor tango con la muerte, ¡y la traiciono bailando un sereno vals con la vida!.
        
         Abro las últimas puertas y ahí está, sobre la chimenea descansa mi amante de las noches más oscuras. Su hoja mortal y sus bellos detalles son como la rosa salvaje: Bella, frágil, pero peligrosa. Me deshago en deseo por mi amante pecaminosa.
        
         Sin embargo, aún cuando no quiera terminar este momento, debo alejarme de esta trampa mortal, tomo a la hermosa y me encamino para abandonar mi hogar.
        
         Y allá afuera me siento libre, siento que he escapado, ¡Sí!, ¡Vencí a la muerte!, corro, salto, canto, río bajo la lluvia lleno de vida, ¿Será que estoy loco?, no... ¡Para mí los locos han de ser los que me miran!.
        
         Bailo dando vueltas y vueltas calle abajo, gustoso, sin detenerme, sin titubear, vueltas y vueltas sin parar... pero súbitamente algo me paraliza, todo mi cuerpo deja de responder... Y veo tu rostro, la piel blanca que poseías, los ojos vidriosos con que llorabas y la sonrisa en tus labios rojos que al emitir tus cantos vencían a las diosas del Olimpo ¡Oh!, musa mía, ¡Has regresado!, ¡¿pero qué haces con esa cuchilla?!.
        
         Mi pequeña hoja se desliza entre mis dedos hasta caer mientras me deshago en carcajadas. Recuerdo la herida que aquel día mi daga dejó en tu vientre, la sangre se confunde con la lluvia, la vida se confunde con la muerte, con la misma herida con que yo marqué tu cuerpo, hoy tu concluyes el bello espectáculo que ha sido el fin de mi suerte.
        
         ¡Malditos sean el destino y la venganza!, que en tus manos han depositado el fin de mis crueles andanzas...


 Rafael D'Heredia

Vivir en la muerte

Los días no parecen pasar jamás, siento que vivo en un instante detenido en el tiempo, un instante espectral, un instante muerto. El silencio jamás se rompe, las sombras jamás se mueven y las puertas de tantas casas de piedra jamás se abren, aquellas puertas de los vecinos que viven de fiesta, una fiesta callada de siglos en que celebran el silencio y el descanso eterno ocultándose en lo profundo de cada muro, de cada edificación, de cada espacio de tierra, sé que me rodean y, sin embargo, nadie parece seguir existiendo.
       
        Y yo vago aquí en soledad, recorro los eternos caminos y descanso en los interminables parques, me pierdo en las tinieblas y me vuelvo a encontrar con la llegada del día, soy alma solitaria, espíritu que descansa en la eterna caricia de la paz, sueño de vivos, vida de muertos, noche final de la que jamás llegaré a despertar.
       

Rafael D'Heredia

La breve leyenda del honorable caballero y las cinco damas en el renombrado antro de la esquina, y otras historias que allí sucedieron. (Primer capítulo de un proyecto en el que aún trabajo)

         Por allí, entre las remotas calles de una ciudad de la cual cuentan por estos lares que jamás duerme, habitaba  un hombre de días trabajador y de noches un vividor, de aquellos que conocen y, por cierto, comprenden los placeres libertinos; y no era un hombre de establecerse, él era un viajante, quizás no demasiado rico, pero tampoco un simple pobre, era un hombre que de los aviones se pagaba los pasajes y ya en tierra podía, sin mayor problema, vivir de mendigar.
        
         Y tal como un hombre vividor y libertino, vampiro por noctámbulo y no de sangre, se le podía encontrar aquellas noches de luna llena (y aún las que no lo eran) sentado dentro de su guarida junto al resto de las criaturas de su especie, apoyado sobre la barra con la conciencia vagando por otros lares distantes de su cabeza, aún sin haber bebido un sorbo de bebidas fuertes o tan siquiera de aquellas ligeras.
        
         Y una de esas tantas noches, luego de un par de minutos navegando en lo profundo de su conciencia, y sin darse cuenta de que esos minutos eran, de hecho, horas, un brebaje dorado, con sus hielos deshielados, finalmente captó la atención del hombre que acababa de ensimismarse. Y como todo un caballero (entiéndase de caballeroso y no de caballería) se bebió de un sólo sorbo el contenido del vaso, que bien podría haberse consumido en cinco. Y aquel sólo sorbo lo llevó a otras realidades, un mundo de felicidad en que, aparentemente, la vergüenza y la mesura no existían.
        
         Hallábase, pues, un grupo de cinco damas a diez torpes pasos de distancia, o tres de los normales, si descontamos saltos y tropezones. Y nuestro héroe, con gallardía y galantería, propios del caballeroso caballero de la no caballería, o bien, con un dialecto propio de un ruso borracho (aún que de ruso no tenía nada, pero ciertamente ya no podía ser inglés), se aproximó con floreadas insinuaciones (o, al menos, eso parecía) a proponerles mil pasiones pasajeras.
        
         Las damas, no entendidas en los extraños dialectos, aun comprendiendo que no era debido ni moderadamente correcto, dejaron brotar desde lo más profundo de su espíritu un millón de carcajadas acompasadas a la perfección con bellas frases despectivas.
        
         Nuestro querido pobre hombre, pasional, pero orgulloso, sin dejarse dominar por la cólera que en aquel instante lo invadía, alzó su frente y pronunció un último conjunto de frases caracterizadas por su falta de sentido, o llenas de él, dependiendo de la cantidad de copas consumidas.
        
         Giró sobre un pie para, al parecer, dar media vuelta con gracia, pero la maniobra no resultó como debía haber sido prevista y, tropezándose con su propio calzado, cayó de bruces sobre el piso embaldosado.
        
         Levantose  entonces el hombre con la sangre brotando de entre sus labios y, muy probablemente, con un par de dientes menos, pero sin decir palabra alguna. Sacudió elegantemente sus ropajes mal tenidos y arrugados, levantó la frente tal como el más noble de los caballeros borrachos, recogió su bufanda de entre los pies de las multitudes y, antes de poder recuperar su honor, se retorció invisiblemente ante las risotadas de sus honorables contertulios, cuyos sentidos estaban, también, notablemente alterados.
        
         Nuestro pobre hombre, avergonzado hasta los cielos, continúo su extraño caminar entre casi-caídas y medio-saltos hasta encontrarse con el umbral de salida que posteriormente se convertiría en su peor pesadilla, pues cual fuera el infortunio de este héroe al ser quizá demasiado alto, o el dueño del local un desgraciado que puso puertas graciocillas, ya que al intentar abandonar esta casa infernal de la deshonra, el caballeroso caballero sintió un fuerte dolor en la frente y, para su vergüenza, hizo su última gracia al caer sentado sobre el suelo entre renovadas risotadas de su tan refinada audiencia.
        
         Para permitirle una poca de honra que al hombre y no dejarlo en tanta vergüenza, sólo diremos que al levantarse y finalmente salir por la puerta, hizo quizá una evocación a lo divino, o quizá profirió un improperio de... aquellos.

Rafael D'Heredia

Cruzo el umbral por última vez...

      Cruzo el umbral por última vez y pareciera que los recuerdos nunca se detienen, recuerdo mi vida entera, el nacer entre bosques de pinos y criarme en una jungla de cemento, el ver mi primer amor y el despedirme del último, el vivir, el crecer y, finalmente, el morir. Los recuerdos se funden, entremezclan y se despiden para finalmente dejarme, convirtiendo mi existencia en la imagen de un viejo cerezo: Que fue creciendo en cada día, que vio el florecer de sus recuerdos y de sus últimas hojas la caída. Y es que hoy termina mi último otoño y cada hoja de recuerdo me deja para darle paso al eterno invierno espectral.
        
         Cruzo el umbral por última vez y escucho los pasos a cada lado, los pasos de aquellos que me cargan con cariño y tristeza, que me cargan en sus corazones y que más nunca me olvidarán, aquellos a los que cuidé y protegí ya se valen por sí mismos, hacen sus vidas y forman sus propios recuerdos, me alegro por ellos y me voy para permitirles seguir seguros en su andar.
        
         Cruzo el umbral por última vez y siento el silencio vivir a través de este parque, morada de los otros, aquellos que se ven tan lejanos y hoy ya están tan cerca, tal como lo han estado, sin que lo supiera, en cada paso de mi vida y cada pensamiento fugaz, eran ellos los que gritaban mi nombre en las horas finales y hoy me esperan con los brazos abiertos para permitirme descansar.
        
         Cruzo el umbral por última vez y me despido del mundo, porque hoy yo pertenezco a esta sociedad de los callados, adiós existencia mía, adiós hijos queridos, cuando se cierren las puertas de este pequeño umbral, línea entre comienzo y fin, vida y muerte, yo habré dejado esta hermosa existencia, pero lo habré hecho porque era tiempo, porque me espera finalmente la paz.


Rafael D'Heredia