Las olas golpeaban
suavemente el borde costero, el cantar de las aves envolvía el aire y la dulce
brisa del atardecer acariciaba dulcemente nuestros rostros. Caminábamos
descalzos, sintiendo la arena bajo nuestros pies, yo de su mano así como ella
de la mía. De cuando en cuando nos mirábamos a los ojos y sonreíamos sin jamás
decir una palabra, acercábamos nuestros labios a tal distancia que podíamos
sentir toda la intensidad de la respiración del otro, pero sin tocarnos, llenos
de deseo, resistiendo la pasión.
El amor nos embriagaba y soñábamos despiertos sobre nuestro
fuego eterno, compartíamos el sueño aún sin con certeza saberlo, aquel sueño en
que corríamos libres bajo la sombra de los bosques que en nuestras mentes nos
rodeaban y jugueteábamos como niños inocentes, reíamos y gritábamos a los
vientos sin preocupaciones y al cansarnos íbamos a los claros a arrojarnos con
soltura en la tierra para fundirnos en abrazos y caricias llenos de amores
increíbles y verdaderos.
Y al salir de los sueños ya subíamos la colina interminable
al borde del océano, su corazón se aceleraba y el mío lo seguía sin tardanzas,
el momento estaba cerca, aquel que con tanto anhelo habíamos esperado y con
tanto cuidado y cariño habíamos preparado.
Ella me guiaba y mis pies no se cansaban de seguirla,
nuestras respiraciones se agitaban, las sonrisas brotaban sin querer y las
primeras estrellas comenzaban a aparecer en el firmamento mientras el cielo se
enrojecía de la misma manera que nuestros rostros hicieron al conocernos: Ella
tan perfecta y yo tan común, mas, compadecida su alma de la mía, no me arrancó
las ilusiones y decidió quererme sin restricciones.
El ascenso acabó tan repentino como inició y por las
mejillas de ambos corrieron incesantes lágrimas de emoción. Nos abrazamos en
silencio hasta que la oscuridad se acercó lo suficiente y en el momento preciso
yo saqué una vela, encendiéndola y finalmente colocándola en el borde del
precipicio.
Comenzamos a bailar vals al ritmo de las olas golpeando
contra lo hondo del abismo, uno, dos, tres, cuatro, uno dos, tres, cuatro, uno,
dos, tres, cuatro; ligero, natural, perfecto, hasta que el sol se ocultó.
Entonces nos abrazamos sobre la vela y lanzamos nuestras argollas al mar sin
temor.
Me miró a los ojos y yo miré a los suyos, azules y
cristalinos. "Ni la tormenta, ni la oscuridad, ni los hombres, ni Dios
mismo nos separarán" gritó a los vientos dulce y decidida mientras
continuaba mirándome, "Que Dios mismo sea nuestro único testigo"
grite yo sin titubear, "Que el amor mismo nos guíe", gritamos al
unísono. Nos besamos con la más ardiente de las pasiones y sin pensar ni temer
dejamos que nuestros cuerpos se debilitaran. Y cuando el último rayo de sol
desapareció en lo lejano del horizonte, nuestras almas, unidas en aquel cálido
beso infinito, huyeron al silencio eterno, más allá de los hombres y de los
cielos, junto a su luz agonizante.
Rafael
D'Heredia
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