sábado, 21 de diciembre de 2013

La ceremonia del atardecer

        
          Las olas golpeaban suavemente el borde costero, el cantar de las aves envolvía el aire y la dulce brisa del atardecer acariciaba dulcemente nuestros rostros. Caminábamos descalzos, sintiendo la arena bajo nuestros pies, yo de su mano así como ella de la mía. De cuando en cuando nos mirábamos a los ojos y sonreíamos sin jamás decir una palabra, acercábamos nuestros labios a tal distancia que podíamos sentir toda la intensidad de la respiración del otro, pero sin tocarnos, llenos de deseo, resistiendo la pasión.
        
         El amor nos embriagaba y soñábamos despiertos sobre nuestro fuego eterno, compartíamos el sueño aún sin con certeza saberlo, aquel sueño en que corríamos libres bajo la sombra de los bosques que en nuestras mentes nos rodeaban y jugueteábamos como niños inocentes, reíamos y gritábamos a los vientos sin preocupaciones y al cansarnos íbamos a los claros a arrojarnos con soltura en la tierra para fundirnos en abrazos y caricias llenos de amores increíbles y verdaderos.
        
         Y al salir de los sueños ya subíamos la colina interminable al borde del océano, su corazón se aceleraba y el mío lo seguía sin tardanzas, el momento estaba cerca, aquel que con tanto anhelo habíamos esperado y con tanto cuidado y cariño habíamos preparado.
        
         Ella me guiaba y mis pies no se cansaban de seguirla, nuestras respiraciones se agitaban, las sonrisas brotaban sin querer y las primeras estrellas comenzaban a aparecer en el firmamento mientras el cielo se enrojecía de la misma manera que nuestros rostros hicieron al conocernos: Ella tan perfecta y yo tan común, mas, compadecida su alma de la mía, no me arrancó las ilusiones y decidió quererme sin restricciones.
        
         El ascenso acabó tan repentino como inició y por las mejillas de ambos corrieron incesantes lágrimas de emoción. Nos abrazamos en silencio hasta que la oscuridad se acercó lo suficiente y en el momento preciso yo saqué una vela, encendiéndola y finalmente colocándola en el borde del precipicio.
        
         Comenzamos a bailar vals al ritmo de las olas golpeando contra lo hondo del abismo, uno, dos, tres, cuatro, uno dos, tres, cuatro, uno, dos, tres, cuatro; ligero, natural, perfecto, hasta que el sol se ocultó. Entonces nos abrazamos sobre la vela y lanzamos nuestras argollas al mar sin temor.
        
         Me miró a los ojos y yo miré a los suyos, azules y cristalinos. "Ni la tormenta, ni la oscuridad, ni los hombres, ni Dios mismo nos separarán" gritó a los vientos dulce y decidida mientras continuaba mirándome, "Que Dios mismo sea nuestro único testigo" grite yo sin titubear, "Que el amor mismo nos guíe", gritamos al unísono. Nos besamos con la más ardiente de las pasiones y sin pensar ni temer dejamos que nuestros cuerpos se debilitaran. Y cuando el último rayo de sol desapareció en lo lejano del horizonte, nuestras almas, unidas en aquel cálido beso infinito, huyeron al silencio eterno, más allá de los hombres y de los cielos, junto a su luz agonizante.


Rafael D'Heredia

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