sábado, 21 de diciembre de 2013

La breve leyenda del honorable caballero y las cinco damas en el renombrado antro de la esquina, y otras historias que allí sucedieron. (Primer capítulo de un proyecto en el que aún trabajo)

         Por allí, entre las remotas calles de una ciudad de la cual cuentan por estos lares que jamás duerme, habitaba  un hombre de días trabajador y de noches un vividor, de aquellos que conocen y, por cierto, comprenden los placeres libertinos; y no era un hombre de establecerse, él era un viajante, quizás no demasiado rico, pero tampoco un simple pobre, era un hombre que de los aviones se pagaba los pasajes y ya en tierra podía, sin mayor problema, vivir de mendigar.
        
         Y tal como un hombre vividor y libertino, vampiro por noctámbulo y no de sangre, se le podía encontrar aquellas noches de luna llena (y aún las que no lo eran) sentado dentro de su guarida junto al resto de las criaturas de su especie, apoyado sobre la barra con la conciencia vagando por otros lares distantes de su cabeza, aún sin haber bebido un sorbo de bebidas fuertes o tan siquiera de aquellas ligeras.
        
         Y una de esas tantas noches, luego de un par de minutos navegando en lo profundo de su conciencia, y sin darse cuenta de que esos minutos eran, de hecho, horas, un brebaje dorado, con sus hielos deshielados, finalmente captó la atención del hombre que acababa de ensimismarse. Y como todo un caballero (entiéndase de caballeroso y no de caballería) se bebió de un sólo sorbo el contenido del vaso, que bien podría haberse consumido en cinco. Y aquel sólo sorbo lo llevó a otras realidades, un mundo de felicidad en que, aparentemente, la vergüenza y la mesura no existían.
        
         Hallábase, pues, un grupo de cinco damas a diez torpes pasos de distancia, o tres de los normales, si descontamos saltos y tropezones. Y nuestro héroe, con gallardía y galantería, propios del caballeroso caballero de la no caballería, o bien, con un dialecto propio de un ruso borracho (aún que de ruso no tenía nada, pero ciertamente ya no podía ser inglés), se aproximó con floreadas insinuaciones (o, al menos, eso parecía) a proponerles mil pasiones pasajeras.
        
         Las damas, no entendidas en los extraños dialectos, aun comprendiendo que no era debido ni moderadamente correcto, dejaron brotar desde lo más profundo de su espíritu un millón de carcajadas acompasadas a la perfección con bellas frases despectivas.
        
         Nuestro querido pobre hombre, pasional, pero orgulloso, sin dejarse dominar por la cólera que en aquel instante lo invadía, alzó su frente y pronunció un último conjunto de frases caracterizadas por su falta de sentido, o llenas de él, dependiendo de la cantidad de copas consumidas.
        
         Giró sobre un pie para, al parecer, dar media vuelta con gracia, pero la maniobra no resultó como debía haber sido prevista y, tropezándose con su propio calzado, cayó de bruces sobre el piso embaldosado.
        
         Levantose  entonces el hombre con la sangre brotando de entre sus labios y, muy probablemente, con un par de dientes menos, pero sin decir palabra alguna. Sacudió elegantemente sus ropajes mal tenidos y arrugados, levantó la frente tal como el más noble de los caballeros borrachos, recogió su bufanda de entre los pies de las multitudes y, antes de poder recuperar su honor, se retorció invisiblemente ante las risotadas de sus honorables contertulios, cuyos sentidos estaban, también, notablemente alterados.
        
         Nuestro pobre hombre, avergonzado hasta los cielos, continúo su extraño caminar entre casi-caídas y medio-saltos hasta encontrarse con el umbral de salida que posteriormente se convertiría en su peor pesadilla, pues cual fuera el infortunio de este héroe al ser quizá demasiado alto, o el dueño del local un desgraciado que puso puertas graciocillas, ya que al intentar abandonar esta casa infernal de la deshonra, el caballeroso caballero sintió un fuerte dolor en la frente y, para su vergüenza, hizo su última gracia al caer sentado sobre el suelo entre renovadas risotadas de su tan refinada audiencia.
        
         Para permitirle una poca de honra que al hombre y no dejarlo en tanta vergüenza, sólo diremos que al levantarse y finalmente salir por la puerta, hizo quizá una evocación a lo divino, o quizá profirió un improperio de... aquellos.

Rafael D'Heredia

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