Por allí, entre las
remotas calles de una ciudad de la cual cuentan por estos lares que jamás
duerme, habitaba un hombre de días
trabajador y de noches un vividor, de aquellos que conocen y, por cierto, comprenden
los placeres libertinos; y no era un hombre de establecerse, él era un
viajante, quizás no demasiado rico, pero tampoco un simple pobre, era un hombre
que de los aviones se pagaba los pasajes y ya en tierra podía, sin mayor
problema, vivir de mendigar.
Y tal como un hombre vividor y libertino, vampiro por
noctámbulo y no de sangre, se le podía encontrar aquellas noches de luna llena
(y aún las que no lo eran) sentado dentro de su guarida junto al resto de las
criaturas de su especie, apoyado sobre la barra con la conciencia vagando por
otros lares distantes de su cabeza, aún sin haber bebido un sorbo de bebidas
fuertes o tan siquiera de aquellas ligeras.
Y una de esas tantas noches, luego de un par de minutos
navegando en lo profundo de su conciencia, y sin darse cuenta de que esos
minutos eran, de hecho, horas, un brebaje dorado, con sus hielos deshielados,
finalmente captó la atención del hombre que acababa de ensimismarse. Y como
todo un caballero (entiéndase de caballeroso y no de caballería) se bebió de un
sólo sorbo el contenido del vaso, que bien podría haberse consumido en cinco. Y
aquel sólo sorbo lo llevó a otras realidades, un mundo de felicidad en que,
aparentemente, la vergüenza y la mesura no existían.
Hallábase, pues, un grupo de cinco damas a diez torpes pasos
de distancia, o tres de los normales, si descontamos saltos y tropezones. Y
nuestro héroe, con gallardía y galantería, propios del caballeroso caballero de
la no caballería, o bien, con un dialecto propio de un ruso borracho (aún que
de ruso no tenía nada, pero ciertamente ya no podía ser inglés), se aproximó
con floreadas insinuaciones (o, al menos, eso parecía) a proponerles mil
pasiones pasajeras.
Las damas, no entendidas en los extraños dialectos, aun
comprendiendo que no era debido ni moderadamente correcto, dejaron brotar desde
lo más profundo de su espíritu un millón de carcajadas acompasadas a la
perfección con bellas frases despectivas.
Nuestro querido pobre hombre, pasional, pero orgulloso, sin
dejarse dominar por la cólera que en aquel instante lo invadía, alzó su frente
y pronunció un último conjunto de frases caracterizadas por su falta de
sentido, o llenas de él, dependiendo de la cantidad de copas consumidas.
Giró sobre un pie para, al parecer, dar media vuelta con
gracia, pero la maniobra no resultó como debía haber sido prevista y,
tropezándose con su propio calzado, cayó de bruces sobre el piso embaldosado.
Levantose entonces el
hombre con la sangre brotando de entre sus labios y, muy probablemente, con un
par de dientes menos, pero sin decir palabra alguna. Sacudió elegantemente sus
ropajes mal tenidos y arrugados, levantó la frente tal como el más noble de los
caballeros borrachos, recogió su bufanda de entre los pies de las multitudes y,
antes de poder recuperar su honor, se retorció invisiblemente ante las
risotadas de sus honorables contertulios, cuyos sentidos estaban, también,
notablemente alterados.
Nuestro pobre hombre, avergonzado hasta los cielos, continúo
su extraño caminar entre casi-caídas y medio-saltos hasta encontrarse con el
umbral de salida que posteriormente se convertiría en su peor pesadilla, pues
cual fuera el infortunio de este héroe al ser quizá demasiado alto, o el dueño
del local un desgraciado que puso puertas graciocillas, ya que al intentar
abandonar esta casa infernal de la deshonra, el caballeroso caballero sintió un
fuerte dolor en la frente y, para su vergüenza, hizo su última gracia al caer
sentado sobre el suelo entre renovadas risotadas de su tan refinada audiencia.
Para permitirle una poca de honra que al hombre y no dejarlo
en tanta vergüenza, sólo diremos que al levantarse y finalmente salir por la
puerta, hizo quizá una evocación a lo divino, o quizá profirió un improperio
de... aquellos.
Rafael D'Heredia
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